¿El primer momento? Secundaria. Si no lo he mencionado, tuve un gusto
peculiar por los hombres de alrededor de 20 años desde que yo tenía 8; en una
plática una psicóloga me dijo un día (charla de amigas): “una señora me dijo un día, yo soy súper estable” -¿cómo, a qué se refiere con estable? –Le
pregunté yo, y siguió: “sí, muy
estable, mire a los 15 años me gustaban los de 20, a los 30 me gustaban los de
20 y a mis 45 años, me siguen gustando los de 20”
Yo no soy tan estable. A los 8 me gustaban los de 20, pero a los 14 me
gustaban los de 36. Esa edad tenía Moisés cuando me atreví a buscarlo, porque
he de admitirlo, yo lo busqué. Me gustaría contarles un poco del contexto
familiar y personal de mis 14 años, pero temo que todo se lea como meras
justificaciones, así que si van a pensarme puta que no haya excusas.
Lo conocí en secundaria, desde entonces me fue atractivo, la primera vez
que me atreví a aceptar lo que me provocaba cursaba el tercer grado, por alguna
razón para el caso irrelevante, había consumido una gran cantidad de
analgésicos sentada en la esquina de una escalera durante el receso, alguna
amiga de entonces se dio cuenta y de inmediato acudió con la “psicóloga” de la
escuela llevando el frasco vacío en sus manos. Mentiría si les digo que
recuerdo la secuencia de hechos, pero imagino las siguientes imágenes:
Yo sentada en el rincón de la escalera, sintiendo dolor físico y otro
aún más profundo depositado en el fondo de mi alma, en la mano un frasco de
analgésicos nuevo, que debería calmar el dolor físico… El frasco vacío en mi
mano. Mis ojos fijos en el fondo del frasco dándome cuenta que el dolor físico
se ha convertido en músculos flojos y un tranquilizante sueño. Una voz chillona
y lejana que me llama mientras toma el frasco de mi mano. Pasos lejanos,
alguien corre. Un par de brazos que me arrastran apoyándome sobre sus hombros.
Laguna mental. Estoy sentada frente a un escritorio, intento ponerme de pie,
parece ser el cuarto de equipo deportivo. Laguna mental. Estoy abrazando al
profesor de deportes (Moisés), mi cuerpo se siente cada vez más flojo. Me
siento bien abrazada a él, escucho su corazón y mis manos tocan su dorso, él
emite sonidos pero no capto palabras. Alguien más entra. Laguna mental. Mi
casa, papá, lloro diciendo: “¿dejarás de quererme?”. Laguna mental. He
despertado en una camilla de hospital, dicen que logué vomitar un buen
porcentaje, ahora debo ir a casa.
Después mágicamente terminó el ciclo escolar, pero mis ojos cambiaron al
mirar a Moisés, cada vez quería abrazarlo pero no me atrevía. Un año más tarde,
ya siendo bachiller, no recuerdo secuencia de hechos, pero las imágenes son:
Moisés pidiendo ayuda para guardar los balones en los costales, yo y otra
compañera yendo detrás de él para guardarlos en la respectiva bodega; Moisés
muy cerca de mí, yo rozando mis pechos contra su espalda intencionadamente, él
reaccionando girando despacio hasta quedar de frente a mí, las miradas
preguntando y encontrando respuestas, yo nerviosa, él experto. Un beso suave,
otro más. Mi sonrisa, sus ojos preguntando un poco más, yo abrazándolo y sus
fuertes brazos cobijando mi duda, mientras su sonrisa tierna me calma y su voz
dice: debemos irnos, si quiere la llevo a
su casa…
Así inició un corto periodo de “acercamiento” con Moisés. Tres veces a
la semana, después de clase de deportes yo lo acompañaba a la bodega a guardar
los balones, había besos y caricias profundas aunque he de confesar que le
profesaba cierto afecto y él, avanzaba despacio. Recuerdo un viaje deportivo,
elegí sentarme a un lado de él, ya de regreso la mayoría iba dormido y el autobús
completamente oscuro, mis manos comenzaron a rozar su pierna muy cerca de su
miembro, el mensaje era claro, así que tocó mi mano y la llevó a sus
testículos, luego me hizo esperar a ponerse encima una sudadera, seguí
acariciándole ahora el pene que ya estaba completamente erecto. Me agradaba la
sensación de su miembro en mis manos, era grueso y más grande que el promedio,
lo sentía tan duro que luego me daba miedo y lo soltaba, no había conocido
antes un pene tan grande, grueso y con erecciones tan firmes como ese y nadie
nunca me había penetrado aparte de mi tío, así que cuando recordaba la horrible
sensación de ser abierta por un miembro mucho más pequeño temía que Moisés
pudiera lastimarme mucho más. Quizá él percibía mi temor y por ello nunca se
acercó a mi vulva de ninguna manera posible, sus besos iban de mis labios al cuello
y pechos, sus manos rozaban muy apenas mi pubis y apretujaban mis nalgas.
Hoy, recuerdo a Moisés con mucho cariño, en parte por permitirme
explorar la sexualidad de una forma más libre, sin coerciones, sin exigencias,
dejando que el ritmo lo llevara yo, que yo decidiera hasta dónde, cómo y cuándo;
además, por decidir rechazarme cuando estuve dispuesta a una relación coital,
nunca dijo no, sólo evito las circunstancias y eso, hoy se lo agradezco con
todo el corazón.
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