miércoles, 22 de abril de 2015

Un espejo de agua


Siete años…es decir, ¿qué importa la edad? Eran siete años de diferencia entre una y otra, ¿parentesco? ¿También importa? En esta historia perversa lo único constante es la desviación estándar hacia lo prohibido; déjame narrar primero la historia, ya al final…insisto, no importa.

Vuelvo a iniciar, siete años de diferencia en edad la separaba de mí, ella era menor, una criatura pura, inocente y que hasta la fecha suele llenar cualquier habitación con una calma absoluta; admitamos que eso sólo lo logran las almas que no han hecho mal alguno a ningún ser vivo, ella es así.

¿Sabes? Los terapeutas insisten en que entre más pequeño sea un niño que sufre un trauma de origen sexual, tiene mayor posibilidad de una recuperación completa; y también hacen una especie de clasificación de “gravedad del trauma”, vinculado a si la víctima es hombre o mujer, si el agresor es hombre, mujer o burro y qué parentesco existe entre ambos; eso, junto con los “recursos propios” de la víctima y el contexto (apoyo/reacción) familiar, determinan en gran medida el “pronóstico del tratamiento”. Repetidas ocasiones en mi vida he pensado, ¿qué de todo eso necesitaba yo para tener un “buen pronóstico? De entrada, la terapia en sí. Hoy siento pesar en mi alma y me duele no mi historia, si no la historia, porque mía, mía, sólo lo es ahora, en ese entonces muchas hebras las tejieron otros.

Así, yo tenía alrededor de 9 años, recuerda que el tiempo como tú lo entiendes no va conmigo; pero te estoy hablando de esa época de mi vida en la cual ya estaba siendo erotizada pero mi hímen seguía intacto.

Tenía poco tiempo cuidando de ella, jamás daba problemas, jugaba calladita y en solitario, no lloraba, ni siquiera recuerdo que lo hiciera por hambre o al caerse o lastimarse; desde pequeña tuvo un umbral muy alto al dolor. Seguramente –y así lo espero- ella no recuerda absolutamente nada de esto, no sabe cuántas veces fue testigo presencial de los “tocamientos” que me hacía mi tío, -y deseo de todo corazón- tampoco debe recordar que algún día, mientras intentaba dormirla, recostadas las dos en la cama de mis padres, ella de pronto dijo: “¿puedes hacerme lo que te hace mi tío?”

Escenas antes ya había preguntado alguna vez: “¿por qué le metes la mano allí?” –foto memorial- las manos de mi tío hurgando debajo de mi blusa y de mi sostén, apretujando mis pechos; y otra –miento, lo he olvidado. Sin embargo aún siento su mirada interrogante mientras yo la sostengo en brazos, él detrás de mí con una mano sintiendo mi seno derecho, con sus dientes mordiendo mis labios, y ella… mirando, dudando y, no sé, qué carajos estaba sintiendo.

De pronto está allí, acostada en la cama y ¿pidiendo? –Cuestionando, en realidad, intentando comprender- y yo…Yo tampoco lo entendía, sólo sabía qué se sentía y ella quería saber qué era eso, pero en cuanto lo hice, me alejé asustada, ¿de qué? De mí, de ella, de todo y me sorprendí diciendo: “no, esto no debe hacerse, sólo los grandes lo hacen”.

¿En serio? –En un diálogo interno- No, pero ¿qué es esto tan espantoso que siento dentro? ¿Por qué duele tanto?

Ella tenía sólo dos años, la pequeña más pura, más noble; hermana de un –en ese entonces-, monstruo en construcción, quien antes había sido tan pura y noble como ella. ¿Fue eso lo que dolió?


Única escena, aparece como en un lago el reflejo que viajó en el tiempo, mostrando, confundiendo en una misma figura víctima y victimario, donde Roberto (mi tío) desgarra mi cuerpo y de él emerge un cuerpo trastocado, volátil, fugaz; que envuelve el rostro de una niñita y poco a poco la mirada le cambia, la alegría desaparece y ahora mis ojos son sus ojos…sobre el lago, una pequeña niñita me mira de frente, se llevó mis ojos, mi cuerpo, mi alma…

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