Siete años…es
decir, ¿qué importa la edad? Eran siete años de diferencia entre una y otra,
¿parentesco? ¿También importa? En esta historia perversa lo único constante es
la desviación estándar hacia lo prohibido; déjame narrar primero la historia,
ya al final…insisto, no importa.
Vuelvo a iniciar,
siete años de diferencia en edad la separaba de mí, ella era menor, una
criatura pura, inocente y que hasta la fecha suele llenar cualquier habitación
con una calma absoluta; admitamos que eso sólo lo logran las almas que no han
hecho mal alguno a ningún ser vivo, ella es así.
¿Sabes? Los
terapeutas insisten en que entre más pequeño sea un niño que sufre un trauma de
origen sexual, tiene mayor posibilidad de una recuperación completa; y también
hacen una especie de clasificación de “gravedad del trauma”, vinculado a si la
víctima es hombre o mujer, si el agresor es hombre, mujer o burro y qué
parentesco existe entre ambos; eso, junto con los “recursos propios” de la víctima
y el contexto (apoyo/reacción) familiar, determinan en gran medida el “pronóstico
del tratamiento”. Repetidas ocasiones en mi vida he pensado, ¿qué de todo eso
necesitaba yo para tener un “buen pronóstico? De entrada, la terapia en sí. Hoy
siento pesar en mi alma y me duele no mi historia, si no la historia, porque mía,
mía, sólo lo es ahora, en ese entonces muchas hebras las tejieron otros.
Así, yo tenía
alrededor de 9 años, recuerda que el tiempo como tú lo entiendes no va conmigo;
pero te estoy hablando de esa época de mi vida en la cual ya estaba siendo
erotizada pero mi hímen seguía intacto.
Tenía poco tiempo
cuidando de ella, jamás daba problemas, jugaba calladita y en solitario, no
lloraba, ni siquiera recuerdo que lo hiciera por hambre o al caerse o lastimarse;
desde pequeña tuvo un umbral muy alto al dolor. Seguramente –y así lo espero-
ella no recuerda absolutamente nada de esto, no sabe cuántas veces fue testigo
presencial de los “tocamientos” que me hacía mi tío, -y deseo de todo corazón-
tampoco debe recordar que algún día, mientras intentaba dormirla, recostadas
las dos en la cama de mis padres, ella de pronto dijo: “¿puedes hacerme lo que te hace mi tío?”
Escenas antes ya
había preguntado alguna vez: “¿por qué le
metes la mano allí?” –foto memorial- las manos de mi tío hurgando debajo de
mi blusa y de mi sostén, apretujando mis pechos; y otra –miento, lo he
olvidado. Sin embargo aún siento su mirada interrogante mientras yo la sostengo
en brazos, él detrás de mí con una mano sintiendo mi seno derecho, con sus
dientes mordiendo mis labios, y ella… mirando, dudando y, no sé, qué carajos
estaba sintiendo.
De pronto está allí,
acostada en la cama y ¿pidiendo? –Cuestionando, en realidad, intentando
comprender- y yo…Yo tampoco lo entendía, sólo sabía qué se sentía y ella quería
saber qué era eso, pero en cuanto lo hice, me alejé asustada, ¿de qué? De mí,
de ella, de todo y me sorprendí diciendo: “no,
esto no debe hacerse, sólo los grandes lo hacen”.
¿En serio? –En un diálogo
interno- No, pero ¿qué es esto tan espantoso
que siento dentro? ¿Por qué duele tanto?
Ella tenía sólo
dos años, la pequeña más pura, más noble; hermana de un –en ese entonces-, monstruo
en construcción, quien antes había sido tan pura y noble como ella. ¿Fue eso lo
que dolió?
Única escena,
aparece como en un lago el reflejo que viajó en el tiempo, mostrando,
confundiendo en una misma figura víctima y victimario, donde Roberto (mi tío)
desgarra mi cuerpo y de él emerge un cuerpo trastocado, volátil, fugaz; que
envuelve el rostro de una niñita y poco a poco la mirada le cambia, la alegría
desaparece y ahora mis ojos son sus ojos…sobre el lago, una pequeña niñita me
mira de frente, se llevó mis ojos, mi cuerpo, mi alma…