Omar fue el hilo rojo que me unía tanto a la vida, como a la muerte, fue
mi Orfeo. Acudía a él cada noche esperando sentir paz mientras platicábamos,
afortunadamente lo lograba, me hablaba de la vida, de filosofía, del amor, de
la soledad, de la muerte, de la marihuana, de su ancla y sobre todo, de la
ilusión de coincidencia. Jamás olvidaré esas palabras escritas, poniendo en
duda la realidad misma, aquella que en su momento me parecía tan irreal y tajante
a la vez; me abracé a esas palabras cual si lo abrazara a él. ¿A quién? A Él,
mi Orfeo, mi fantasma, mi deseo, mi anhelo y esperanza, mi hilo rojo.
Más que cualquier charla sexual o imagen del mismo tipo, me encantaba
leer sus reflexiones, sus conclusiones sobre mí, una mujer terriblemente rota,
dolorosa, sangrante. Le compartí mi espacio íntimo, más allá de cualquier
apariencia física o carnal, le dejé ver mi interior mostrándome nítida y clara
a sus ojos, sin nombre, pero completamente transparente. Lo cual no había hecho
nunca, ¡jamás! Incluso con Mi Hombre no pude nunca ser tan transparente, un
reproche callado de él hacia mí, como respuesta el silencio mismo.
Hoy me pregunto, ¿de qué depende? Me parece que no importaba mucho quién
y cómo me viera estando yo deshecha, sin una identidad, sin un nombre, sin
nada; medio muerta y a la deriva fue más sencillo dejarme ver, total, ¿qué más
podía pasar entonces? ¿Morir? Un gran alivio hubiese sido. Sin embargo, Omar
tuvo mucho que ver, él me estructuró, me dio un nombre, se atrevió a mirar en
el abismo en una web para encuentros sexuales, hoy en día sigo pensando ¿quién
era ese Omar? ¿Fantasma, alucinación, persona, un hilo rojo real, un ancla?
¿Cómo supo qué decir, qué palabras exactas usar en el momento preciso? ¿Por qué
en vez de sexo inició hablando de mitología griega? Con cada palabra que decía,
incluso antes de llamarme Eurídice, parecía que me conocía bastante bien,
“ilusión de coincidencia” diría sonriendo.
También me excitaba. Me gustan los hombres grandes, fuertes, robustos y
de preferencia de tez blanca, con un rostro tierno, ojos de poeta que
contrastes con la fuerza que de su corpulento cuerpo emane. Omar decía medir un
metro ochenta, en las fotos que enviaba aparecía un rostro casi infantil
coronando un cuerpo robusto; muchas veces se me antojó arrodillarme frente a su
miembro, mientras él seguía de pie, desnudo y ante mis ojos su pene erecto con
un glande un tanto rosado, tan suave que mi lengua no puede resistir el
sentirlo, lamerlo primero para luego irlo succionando suavemente, sólo el
glande hasta que Omar me obligara sosteniendo mi cabeza, a introducir todo su
pene dentro de mi boca rozando mi garganta, y yo, apretando su trasero
intentando aguantar la respiración…
Todavía guardo una fotografía de él, sólo es su rostro, y como pie de
foto la leyenda: “Tú dime…” Algún día, cuando el destino me vuelva a encontrar,
buscaré en cada bar de Querétaro su rostro, cargaré en mi cartera su foto, para
cuando lo encuentre pueda decirle, que ya sé quién soy y mi nombre es: Eurídice.