Ya no me asustaba “tanto” cuando se
acercaba, después de todo sólo le gustaba tocarme encima de la blusa, por
alguna razón eso hacía que su corazón palpitara muy rápido, quizá lo que le
gustaba era sentir su corazón acelerado. A mí me sorprendía que eso pasara,
pues mi corazón siempre latía normal, ni más rápido, ni más lento y después de
todo, mi tío era quien siempre me acompañaba cada día, mientras yo hacía la
limpieza de nuestros cuartos (es decir, el de papá y el mío), cuando lavaba y
tendía ropa, cuando intentaba comer, cuando quería platicar pero papá estaba
demasiado ocupado, que era siempre. Sentir su corazón acelerado no era un
precio tan caro paro sentirme tomada en cuenta, para que esa tristeza de estar
solita se fuera a ratos.
El verdadero martirio era acudir a
la escuela. Turno vespertino, alumnos de muy bajo nivel socioeconómico, al
menos en mi grupo, la mayoría de los hombres eran mayores al menos por dos o
tres años pues se habían ido rezagando y otros no tengo idea. La maestra era
una gorda nefasta que se la pasaba fumando todo el día dentro del salón de
clase, su método para mantener el orden era…vamos, así se acostumbraba
entonces, tenía un metro de madera al que no le recuerdo otra utilidad que la
de poner orden, así, cualquier alumnos que fuera encontrado con las manos en la
masa, o lo que es lo mismo, aquel que no estuviera sentado en su lugar, con la
vista en el pizarrón, hablara sin levantar la mano primero, girara la cabeza
hacia su compañero o se levantara sin antes pedir permiso, era alcanzado por la
famosa “regla de la maestra” y podía golpearle en la cabeza, las manos, las
nalgas, las mejillas…en fin, a la parte del cuerpo que llegara primero el reglazo
de la maestra gorda, porque claro, no podía más que usar la mano libre del
cigarrillo.
Tercer grado de primaria fue una
horrible pesadilla. En ese grupo. Con esa maestra gorda y sin ningún
aprendizaje significativo más que el de la violencia como única defensa posible
ante el acoso de mis compañeros. Más de alguno me toco los pechos cuando la
gorda salía al baño o a la dirección. Más de alguno quiso ser mi novio o al
menos que le diera un besito. Recuerdo cuánta repugnancia me causaban, cuánto
asco y verdadera ira, quería golpearlos hasta el cansancio y más de alguna vez
lo hice. En ese entonces no me importaba mucho, tenía la fuerza física para
hacerlo y no les tenía miedo. Además, siempre fui una alumna modelo excepto en
la conducta, nunca aprendía a quedarme callada y sentada, así que más de una
vez me toco reglazo.
Mi cuerpo seguía cambiando, luego de
la regla todo fue más rápido, mi cadera se ensanchó notablemente, mis pechos no
paraban de crecer y comenzaba a sentirme avergonzada, nadie absolutamente nadie
dejaba de mirarlos. Era una niña en un cuerpo de mujer, con sensaciones y
deseos de mujer, pero con mente de niña de 9 años y sobre todo mi notable
tendencia a soñar y fantasear despierta. ¡Qué combinación! Una bomba de tiempo
nada más.
Por más que lo intente este no es un
diario cronológicamente ordenado. Mi siguiente recuerdo me lleva a ese salón de
clases de tercer grado. Estábamos todos sentamos en círculo, en equipos, no
recuerdo la actividad, sólo que como siempre, la maestra tuvo que salir a
dirección y nos quedamos solos. Los niños corrían alrededor del salón,
esquivando las bancas en círculo de cada equipo y molestando a todas las niñas,
volaban proyectiles redondos de papel por todos lados, uno me golpeo la cabeza
y de inmediato busqué al culpable, las niñas comenzamos a defendernos también,
guardábamos todas las bolas de papel para lanzarlas a los niños pero corrían
demasiado y nosotras no queríamos levantarnos de nuestro asiento por si llegaba
la maestra. Entonces uno de ellos paso corriendo detrás de mí, primero me dijo “chichotas”
y huyó, me encorvé un poco tratando de refugiarme en mi blusa escolar. Volvió a
pasar, era Juan, no me dí cuenta el momento en que volvió y se puso justo detrás
de mí, puso sus manos sobre mis pechos y los sacudió de arriba abajo. Esa fue
la segunda vez en mi vida que me sentí ultrajada.
En el receso busqué a Juan, caminé
hacia él y le dije: ¿Quieres un beso?¿Te
gustaría tocarlos de nuevo? El imbécil se quedó perplejo unos instantes,
avanzó hacia atrás hasta tocar pared mientras yo me le acercaba más, sólo pudo
mover la cabeza afirmativamente, recuerdo bien que mi corazón latía como el de
mi tía cuando nos quedábamos solos. Sonriendo me acerqué más, lo suficiente
para sentir su respiración, acomodé mi pierna entre su entrepierna mientras
fingía que lo besaría y jamás olvidaré el placer que me dio verlo retorcerse de
dolor.